Disfrutábamos de las
filloas con mermelada de auyama y plátano mojándolas en chocolate caliente
cuando inusitadamente todo alrededor se sumió en silencio y nos fustigó la
oscuridad solo menguada por la pálida y trémula luz de la caída de la
tarde que por las ventanas penetraba.
Pasó una hora, dos y
tres y a la quinta transcurrida sin que la luz se restaurara, nos fuimos a
dormir con esa certeza tan propia humana de que al despertar, todo estaría
normal. Inimaginablemente no fue así.
Cuando vinimos a ver ya
no se veía nada, bajo aquella noche en plena luna nueva que ante nuestro
estupor nos acobijaba. Al principio encendimos una vela hasta descubrir que
aquello realmente iba en detrimento de nuestros ojos y cuando habido hecho lo
preciso, justo y necesario la apagaba y así de continuo hasta que sentí curiosidad de experimentar qué tan cierto puede
ser eso de la luz del alma e invocándola dejé que me guiara por la casa a sus
anchas como si de un juego se tratara.
Sin disimulo confieso
que creía me encontraría en completa inoperancia y sin embargo, reconocí
milimétricamente cada paso y cada noche que pasaba se fue desarrollando una capacidad visual
exageradamente nítida que me permitía incluso ver todo hasta mucho más claro.
Los movimientos hasta
ahora rápidos parecían más lentos y agazapados avatares con facilidad descubría
en mi amplio campo periférico donde dejó de existir un punto ciego.
Y aquella última madrugada
cuando el fulgor de una centelleante luz fuera la que a mis ojos fustigara supe
que amanecía con una perspectiva diferente cuando mi alma me mostrara cosas con sus
Ojos de Gato.
Comentarios
Publicar un comentario