De la olla sale el vapor. Mientras la borra de café reposa, Manuella, recostada en su silla, juega con el lápiz sobre un papel en blanco.
Gira la cabeza y su mirada se encuentra con la vitrina empotrada en la que guarda cosas de valor: vasos y copas de cristal de Bohemia, copas de plata, cucharitas de marfil para el te y tazas.
El aroma avisa que el café está listo; sin retirar sus ojos de las tazas se acerca y abre la puerta. Agarra una por una, las observa, las recuerda, escoge la que le regalara una tía por su matrimonio y que tenia una morocha que no está.
Fue hacia la hornilla y vierte café en ella.
Una mañana como esta, Manuella tomaba su primer cafecito en esa taza, Luciano entró en la cocina, intercambiaron palabras sobre el ser y el estar, conversación que se daba día a día.
Él la invitó a dar un paseo por el jardín mientras conversaban y se sentaron en el tú y yo. Nada hubiera podido prepararla para escuchar: he decidido divorciarme.
El café estaba esparcido sobre la mesa. Cogió la taza y descubrió que tenía una grieta.
Saberla rota y pegada a la perfección la sumergió en un contraste de emociones.
La lavó cuidadosamente y la colocó donde estaba. Cerró la puerta, se dirigió a la mesa, y sobre el papel impregnado de café escribió:
La velada estuvo encantadora.
Gracias.
Gracias.
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